
A orillas del “serpeante” río Guaviare, en medio de la selva Guainiana, se levanta una institución educativa que día tras día se encarga de intercambiar conocimiento con los jóvenes que allí asisten. Debido a las prolongadas distancias, la limitación de recursos económicos para el transporte, los peligros que consigo trae un caudaloso cuerpo de agua y otros factores más, se recurre al recurso de las residencias escolares en las que los jóvenes indígenas de diversas etnias, conviven y reciben aparte de sus procesos académicos formativos, un asilo que requiere su estadía por lapsos prolongados, lejos de sus familiares y con obligaciones que les demanda la institución, desde hacerse cargo de sí mismos, lavar sus propias prendas y asear los espacios que habitan, hasta sus deberes académicos como asistir a clases y hacer sus tareas. De la misma forma se le da una gran importancia a las actividades lúdicas y deportivas.
Iniciando el año, tuvimos el infortunio de perder los techos y algunas paredes de los salones debido a las lluvias y vientos que se aprovecharon de la fragilidad de los mismos, hecho que llevó nuestra creatividad al límite a la hora de realizar clases y actividades para aprovechar el tiempo libre. Siempre tuvimos presente la premisa de que un aula de clases no está ligada a un espacio específico, sino que obedece a un lugar en el que se pueda enseñar, es así como, pasando los días y con bastante esfuerzo se logró gestionar la reconstrucción de las aulas y aunque el proceso fue tedioso y demorado debido a las inclemencias de la naturaleza, nuestra institución educativa logró renacer en un sentido casi literal de las cenizas y fue allí donde empezaron a fluir ideas nuevas, ya que los escombros de la que fuera una desgracia anterior, concurrieron en una oportunidad y las tablas viejas sirvieron para pintar letreros, hacer manualidades, construir muebles, etc. Entre mil ideas más, la imaginación salió a flote y pudimos sacar algo positivo de este suceso.
En una tarde, en que los niños disfrutaban de su hora de deporte, un par de ellos estaba jugando con una pelota de letras y dos tablas, hecho que no se pasó por alto y surgió allí una idea que no tardó en convertirse en una acción. Se utilizaron las tablas rectangulares que tenían una medida de quince por dieciocho centímetros y un peso moderado, una esfera plástica reutilizada de un desodorante y la unión de dos mesas del comedor. No era más que el intento empírico de una mesa de “ping-pong” (como lo llamaban los niños). La primera tarde fue divertido y todos los niños residentes querían participar, con los días y el acogimiento que le dieron los estudiantes y maestros al «juego» se fueron perfeccionando algunos elementos, la primera transformación la tuvieron las tablas que emulaban las raquetas, el señor operario del colegio que se ocupa de bombear agua, encender la planta de energía y trabajos pesados en pro de los servicios básico para el colegio, nos colaboró moldeando la raquetas con sus limitadas herramientas, un serrucho y un cuchillo. El señor que se encuentra cerca de los cincuenta años, indígena de la etnia Piapoco y habitante de la comunidad se guio por las instrucciones que le dimos debido a que nos aseguraba que nunca había visto una raqueta y tampoco había tenido un acercamiento al deporte. En consecución también se recortó un toldillo usado, que hizo las veces de maya y con esto empezó el proceso de enseñanza de las dinámicas y reglas del deporte, por supuesto que no fue sencillo debido al peso de las raquetas y lo poco aerodinámica que era la esfera del desodorante, sin embargo los niños estaban emocionados y elegían el tenis de mesa como un reto para mejorar, además de, una actividad de sana competición que en poco tiempo se ganó el cariño de los jugadores y la ilusión de tener una mesa adecuada para practicar dicho deporte.
La Federación colombiana de tenis de mesa, trabaja continuamente para que Guainía tenga su propia liga, pueda disfrutar del deporte y tenga los implementos necesarios para la buena práctica.